El tercer domingo de mayo me senté enfrente de mi escritorio
con el propósito de escribirte. Después de tres días de
imagínarte en todas partes supe que la única manera de sacarte de mi era escribiéndote.
Me juré que no tenía a donde mandar la carta, así que no retendría nada, te
escribirá lo necesariamente curdo y claro para olvidarte. Ese domingo me senté con el propósito de escribirte. No logré escribirte
ni una sola palabra. En cambio miraba fijamente la pintura de los chicos abrazados
en la playa sobre mi pared. Analicé cada cuerpo como si hubiera sido el tuyo,
empecé a cambiarles las caras y a poner las nuestras. Pasé tanto tiempo viendo
la pintura que terminé odiándola. Al cabo de tres horas arranque la
pintura de mi pared y la destrocé. Después de este terrible evento me recluí, me dedique a
hacer a la gente a mi alrededor feliz. Hacía todo lo que me pedían. Iba a la
farmacia por medicinas, me sentaba por horas enfrente
de mis amigos para escucharlos resolver el mundo. No recibí ni una
mira de lastima, ni una platica de cómo el amor duele. Ni una.
Hoy, un tres meses después te escribo.
Había pasado dos meses
recorriendo países que no comprendía, observando pinturas y esculturas de
gente que llevaba más de dos siglos muerta. Había probado la bebida alcohólica
famosa de cada uno de estos países lo cual, la mayoría de las veces, me había
llevado a conocer los cuerpos de esas culturas. Me perdí en hombres
que al igual que yo, estaban buscando comprenderse a través de un cuerpo
extraño. En fin, me había ya aventurado en las ciudades masivas de Europa. Me
sentía invencible, sensual y dominante. El mismo día que me aventuraba a la capital Holandesa con toda la confianza que meses de viaje me habían dado, fue
el mismo día que todo cambio.
Desde que te vi supe que tenía que acercarme. Te observe. Caminabas
rápido de un lado de la sala a la otra. Sacaste un
cigarrillo y saliste al balcón. Me levante lentamente de mi lugar y empecé a forjar mi
propio cigarrillo. Una vez terminado tome mi cerveza con la mano libre y me
dirigí sin llamar mucho la atención hacia la área de fumar. Después de tres o cuatro fumadas volteaste.
Los siguientes cuatro días pasaron más rápido de lo que
me hubiera gustado. Recorrimos Amsterdam como millones lo habían hecho antes,
caminamos de la mano a lo largo de los canales, encontramos cafés ocultos en
donde podríamos mirarnos a los ojos por horas y en las noches nos perdíamos en
los famosos “coffeshops” como dos adolescentes rebeldes probando las drogas por
primera vez.
Me enamore profundamente de ti sin que tú lo supieras. Me enamore tan profundamente que las rodillas no me podían sostener. El día que te fuiste, en la estación de tren había más de cuarenta escalones por subir para volver a salir a la cuidad. Mis rodillas no pudieron subirlas, a la mitad me desplazaron hacia el piso sin preguntar, dejándome triada sin un gramo de energía. Me enamore tanto de ti que los hombres que siguieron fueron solo un objeto para hacerme sentir que todavía seguía viva. Estaba viva sin ti y tenia que acostumbrarme a estarlo.
Sin ti. Sigo intentando comprender lo que realmente significa. ¿Sin tu cuerpo, tus besos? O ¿sin tu recuerdo? Hasta ahora he podido sobrevivr sin tu cuerpo, pero estoy segura que no podría vivir sin tu recuerdo. Sin él me quedo coja, ciega. Piedra. Eres tan parte de mí como la sangre que recorre mis venas que sacarte de mi significa infectarme de un virus sin cura, es darme una sentencia de muerte.
Y a morir todavía no estoy dispuesta.