martes, 5 de enero de 2016

Soberbio.

Te aborrece la idea de verte al espejo. En cualquier oportunidad que tienes escondes tu cara de reflejos y fotografías. En cuanto cierras los ojos intentas cambiar el color de tus manos ,te quieres cambiar la piel, los labios . De repente te descuidas y  te encuentras enfrente de una ventana de un callejon abandonado. La rabia te invade y a puros puñetazos rompes la ventana . Piensas en agarrar uno de los grandes pedazos de vidrio y enterrartelo en el estómago. Pero esa no es la muerte que tú quieres. No lo que tú te mereces.

Tu sangre roja violeta sale lentamente de tus nudillos. Los pocos pedazos que quedaron en el piso aún te reflejan. Al verte te van ganas de arrancarte la cara. Empiezas a rasguñarte para deformarte. Te encuentras salpicado de sangre. Tus piernas ceden y caes ecima de los vidreos hechos añicos. Ahora te arden las rodillas. Lloras hasta que cae noche. Hace horas llueve a cántaros y tú apenas te das cuenta. La sangre de tu cuerpo se deslava hacia el piso. Agarras fuerza de la luna y te diriges a casa.

Caminas con toda la intención de llegar a darte un tiro en tu sillón. En cuanto llegas te dedicas a cargar el arma. Te preparas un café bien cargado, te curas las heridas de las manos y te fumas tres o cuatro cigarros. Terminas tu ritual destapando el espejo que está enfrente de tu sillón verde olivo. Te observas claramente sentado en tu sillón. En tu mano derecha el arma, en tu mano izquierda un libro de mitología griega abierto en el capítulo de Narciso. No sabes a quien le dejas pistas pero sabes que son indispensables. No sabes si las comprenderán, porque ni tú mismo las comprendes. Levantas el arma, te observas a los ojos por última vez y jalas el gatillo. 


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